Estar en la tormenta, sin formar parte de ella, en ocasiones, no es sinónimo de paz.

Maku Sirera Pérez 

El pasado año 2022, ha sido un año de procesos, de duelos conscientes, de despedidas y de bienvenidas, un año lleno de aprendizaje, en muchos momentos acompañados por el dolor, aunque abrigados con mucha amabilidad y ternura, a si que, a pesar de los movimientos que mi persona ha vivido, ahora puedo decir que éstos, al fracturar parte de mi personaje, han dado paso a la luz que habita en mi interior y que se vive conectada indivisiblemente con la fuente, con el amor.

Estoy aquí, sentada, en la terraza de mi casa, viendo como el sol va acariciando mi rostro y mi cuerpo con la calidez que lo hace siempre, respirando este instante de paz que tanto me reconforta. «Lo que sea más amable para mi, ahora», es una frase que tengo tatuada en el alma, en el corazón, en mi mente, en mis escritos matutinos y en esa libretita que llevo en mi bolso llamada, «un lugar para recordarme» y que está repleta de frases, de agradecimientos, de pequeñas notitas que se me van ocurriendo o de «sentipensamientos» que me han ayudado a pasar momentos y procesos difíciles y de dolor.

Hoy pensaba, «Sí que pasa algo, cuando algo me pasa». He observado que cuando me encuentro dentro de la tormenta, no soy consciente, la mayoría de las veces, de la sacudida que en ese instante me está regalando la vida, creo que me he especializado en mantener la calma y, cuanto más truenos y rayos lleva, más calma me acompaña. Es como si me centrara en la vida, sí, como si ese fuera mi único objetivo, como decía mi madre, «Ahora no hay tiempo de llorar, ni de derrumbarse, ahora hay que avanzar, caminar y salir al mundo con todo lo que eres, el frío se quita caminando, ya tendrás tiempo de parar cuando te mueras». Y voy yo, obediente, la que más, en modo automático, como si se activará esa frase en mi y de la misma forma, se me conectara una parte que rehuye el sufrimiento, o las emociones, o los sentimientos, o yo que se qué.

Cierto es que, debajo de mi herida de rechazo, habita la herida de injusticia y ésta, tiene la habilidad de colocarse una máscara de rigidez y con ella, la capacidad de creerme sonriente ante cualquier situación doliente o tormentosa, pues de esta manera, el dolor se mitiga y hasta simula desaparecer. Lo mio no es andar entre rotondas, ni obsesiones, ni pensamientos repetitivos, ni todo aquello que aparentemente me conduce al mismo lugar, no, y creo que es por esto que mi herida de injusticia se activa, de la mano de mi madre y mis lealtades y camino como si «nada pasara». Sin embargo, el dolor no se esfuma, ni desaparece, tan sólo se esconde en un lugar que yo misma he creado, en lo profundo de mi corazón. Ahí, solitario y silencioso, obediente como mi mente, vive escondido sin permiso para salir al exterior. Se sube a un ascensor imaginario y baja, baja y baja tan profundo, que hasta desaparece.

Cuando la tormenta pasa, cuando los nubarrones se disipan, cuando el sol sale, amanece y me muestra que «ya pasó todo y la luz se hizo», como dijo Dios en el génesis, entonces, se cae la máscara de rigidez y su hermana, la máscara de huidiza y aparece en un instante el permiso. Las alarmas se apagan, el modo supervivencia se desconecta y todo, aparentemente, vuelve a su lugar. Es entonces cuando mi cuerpo habla, cuando se muestra, cuando esas frases de dolor y también de sufrimiento que no me he permitido reconocer, se pasean descaradamente por mi sangre, cómo no, inundando cada milímetro de mi cuerpo en forma de síntoma y, en ocasiones, de enfermedades. Y así, con el mayor de los permisos, inconscientemente cedido, me viene el descanso, ese que no me permito con mis lealtades, con esa frase maravillosa que mi madre me regaló en momentos de penurias y tormentas y, como quien no quiere la cosa, «con faldas y a lo loco», la vida me para y me habla de frente, mirándome a los ojos del alma, arrebatándome el aire, el movimiento y el tiempo. Es entonces, que así me atiendo.

«Sí pasa algo, cuando algo me pasa«. Cada día soy más consciente de ello y, desde la amabilidad más amorosa, me permito sentir, pararme dentro de la tormenta, mirarla, rendirme y hasta dejar, que las lágrimas que brotan de esos nubarrones, caigan también sobre mi y se lleven el dolor en ese justo momento. «Me dejo en paz», en la medida que me lo permito y de la forma más amable para mi, me rindo a lo que sí soy, a ese amor que habita dentro y me abrazo… acogiendo mis emociones, meciendo mi alma con calma, como si de una bebé se tratará y yo misma fuera mi propia madre, con mi absoluto permiso y dejándome en paz. Es entonces cuando, aunque soy consciente de que «algo está pasando», elijo darme el permiso para vivirlo, sin buscar aprobación o reconocimiento externo, si eludirlo, sin huir, sin fingir ante mi misma ni ante nadie, me doy permiso para sentir y me dejo en paz.

Porque me merezco… la vida.
Porque valgo… el amor que habita en mi, sin permisos, pues «Yo soy».
Porque soy suficiente… para amarme, respetarme y atenderme en todas mis experiencias y escenarios.

Y desde esta toma de consciencia, respiro el olor a libertad, aunque sea por un instante duradero en el eco de la eternidad y, con una sonrisa vuelvo al aquí y ahora, engrandecida y merecida y me descubro con las manos abiertas para recibir la vida, sentada en la terraza de mi casa, viendo como el sol me entrega su calidez y me recuerda lo afortunada que soy y los mil motivos que tengo para sentir agradecimiento y, aunque existen días, semanas e incluso meses que el Sol parece tímido en su regalo, soy consciente de que sigue ahí, detrás de los nubarrones, como la luz que habita en mi, a pesar del dolor e incluso del sufrimiento, sigue ahí, esperando que la elija, que me recuerde y «me deje en paz».

Maku Sirera Pérez