«…Y mi café favorito, siempre será el de tus ojos…
Maku Sirera Pérez

Todos los escenarios que vivimos en nuestro camino de vida los hemos elegido desde un «recoger el amor y volver a él», desde peticiones que el Universo siempre concede, dependiendo de nuestro nivel de consciencia, dependiendo del lugar en el que nos encontramos cuando pedimos, desde nuestra capacidad de superación, de transcender, de elegir si queremos recoger el aprendizaje y lanzarlo al futuro para seguir avanzando, seguir viviendo o, por el contrario, decidimos elegir dejarlo en ese lugar al que yo llamo «, cuartito de penas y llantos» y permanecer atesorado a un estado egótico, lleno de repeticiones y en muchas ocasiones, sufrimiento y desdicha.

Esos escenarios, acontecen desde un pacto de amor con nuestra alma y con las almas que han elegido acompañarnos, a lo largo de este camino, para ayudarnos a comprender y transcender las experiencias desde nuestro cuerpo elegido y desde nuestra mente. Esas almas, nos esperan para abrigarnos en el aprendizaje que un día solicitamos y nos acompañan el tiempo pactado y estimado para reencontrarnos con el amor infinito que habita dentro de cada uno de nosotros.

Nada es casual ni fortuito en mis experiencias de vida, así lo elijo sentir hoy. Todos los escenarios que elijo vivir, son consentidos desde mi propia proyección. Cada alma que se encuentra o vislumbra en mi mundo, lo hace desde un «GRAN ACTO DE AMOR», aunque en muchas ocasiones no esté de acuerdo, no quiera o ni siquiera elija ser consciente de esto.

Quizá, todos estos pensamientos o sentimientos míos, no sean más que otra forma de aprender a vivir la vida, seguramente… sin embargo, son sentipensamientos  que he ido adquiriendo a lo largo del camino que decidí transitar, hace ya algunos años y que hoy, desde mis cristales con los que elijo mirar la vida, me sirven para sentirme en paz, para ser paz y sobre todo, darle sentido al dolor y a la sombra.

…Y mi café favorito siempre será el de tus ojos… Los de mi hija pequeña, a la que decidimos asignarle el nombre de Rebekah, el único ser llamado por este nombre en todo mi clan y en el de su padre, nadie más es llamado así, en ambas familiaa. Único nombre, único ser.

Ella, Rebekah, llegó, me entregó un regalo, su regalo y se marchó, llevándose con ella una parte de mi con ese pacto y dejando una parte de ella que aún extraño.

En ocasiones, no somos conscientes de que estamos capacitados para todo lo que elegimos vivir. Somos «SUFICIENTE» y «CAPACES» para transcender, desde las experiencias, el dolor y también la alegría. Sin embargo, soy consciente, de que en algunas ocasiones no queremos recoger, ni aceptar esos regalos que nos ofrece el Universo, quizá es mejor escondernos en ese al que yo llamo «cuartito de penas y llantos», donde encontramos la comodidad dolorosa de vivir en la penumbra, invocando constantemente a esa figura sin cara y sin cuerpo, denominada «víctima», atesorando el dolor,  alargándolo hacia la elección de sufrir, culpabilizar y condenar lo  que nos rodea, sin ser conscientes de que esa oscuridad que elegimos inconscientemente, no nos deja ver la propia vida y sus milagros.

No somos inmortales y como dice Keanu Reeves, no saldremos de aquí con vida. Entonces ¿Es honesto atesorar ese «cuartito de penas y llantos? ¿Es que hemos venido a este mundo a «NO» vivir? ¿Algo de lo que creemos ver o creemos que existe nos pertenece? ¿Quién puede asegurarnos que morimos? ¿Dónde se guardan los sentimientos? ¿Adónde van nuestras experiencias? ¿Y los recuerdos?

Desde mi visión, desde esas gafas de observar la vida, de mirarla y creer vivirla y tan sólo diré que hoy, estoy convencida de que todo pasa por una razón más grande, que nuestra propia comprensión y entendimiento. El Universo tiene un plan que nos conduce a la conexión con el amor infinito, respetando siempre nuestra propia decisión de elegir experimentar,  desde la abundancia o desde la carencia, desde el amor o desde el miedo y el juicio, desde tomar consciencia de lo que somos o, seguir en la penumbra de nuestro ego.

Eran las cuatro de la tarde del 23 de enero de 1993, sábado, sentado en el sofá de mi casa, enchufado a una máquina para respirar, estaba la sonrisa de mi padre y con ella, él. Me senté a su lado, como tantas otras veces, esperando que me contara qué tal  había pasado la mañana o alguna de sus historias, -“me encantaban”- … o que me dijera que ya estaba fenomenal y que pronto, nos iríamos a dar un paseo, a recoger a mi niña a la guardería, a recoger hierbas del campo para almacenarlas y compartir una taza de sabiduría con su alma, removiendo la cuchara como si ella fuese a destapar todos los secretos del universo. Esperando…. Algo… no sé bien qué, aunque algo que cambiara mi vida y el dolor que sentía oculto en mi interior, cada día que lo visitaba en su sofá.

Sí hubo una conversación, aunque no fue la que yo deseaba, fue una gran conversación, hoy la siento así, un gran privilegio que el Universo me brindó en uno de los  peores momentos de mi vida. Cogiéndome la mano me dijo.- ¡Quiero hablar contigo hija!.. ¡Claro papá, dime, estoy aquí!… Hablar de cómo me siento, de lo que tiene que suceder, de cómo te sientes tú, de ti….

¡Qué horror! Sabía qué significaba aquello, aunque no quería escucharlo, pues mi corazón latía tan fuerte y alto, desesperado, que no podía ni siquiera escuchar mi voz. Fue una conversación larga, clara, tierna, cálida, incluso hoy, escribiendo estas palabras, me emociono, aunque hoy lloro por amor y de amor. Aquel día lloré de rabia, ira, enfado, frustración, desesperación, impotencia. Mi padre me contaba historias, cuentos, era un gran narrador y a mí me encantaba escucharlas. Ese día me contó una que había escuchado muchas veces… “La oruga que se transformó en mariposa”, cambió el sentido y lo adaptó a las circunstancias que iba a vivir pasadas unas horas. Me habló de la vida, de las mujeres, de los hombres, de la familia, de los valores, de tantas cosas que no podría recordar ahora, todas no, sin embargo, recuerdo su mirada, su calma, su tranquilidad, su saber estar en todas las situaciones de la vida, incluida su muerte. Estaba presente, en ese momento, más presente que nunca, disfrutando de sus emociones y de sus palabras. Me decía que los seres debíamos de “DISFRUTAR DE CADA MOMENTO, DE CADA EMOCIÓN”, disfrutar lo bueno y lo menos bueno, porque todo pasa por una razón de amor y hasta el llanto y el dolor, debemos “DISFRUTARLO”, sin esconderlo, sin suprimirlo, sin evadirlo, sin omitirlo, disfrutar de la vida incluida la muerte.

Me abracé a él como si en ello le diera vida, primero para retenerlo, luego para soltarlo y aceptar su decisión… sin embargo, “no quería que se marchara”, llorando, entre sollozos y lágrimas, con un dolor que me partía el alma, le decía … ¿por qué papá?, ¿Por qué ahora?, ¿Dónde está la gracia? Yo te necesito, no puedes irte ahora, no entiendo cómo puedes estar tan tranquilo, sonriendo, ahí, mirándome, no te entiendo… Yo te necesito!!! Para seguir caminado, viviendo… te necesito papá!!! Sin embargo él, sin perder la calma y ternura, me dijo: No me voy, porque cuando te miro, me miro, estoy en cada una de tus acciones, en cada una de tus decisiones, en ti, en tus hijos, en tu trabajo, esa es mi satisfacción como padre y ser humano, verte, mirarte y saber que estoy yo y que contigo sigue, con tus hermanos sigue, con mis nietos, sigo. “La vida con todos sus sueños rotos, vale la vida vivirla”. Mi padre falleció esa noche.

«Y LA MUERTE ME VISITÓ DE NUEVO, ARREBATANDO MI ALEGRÍA”

Después de ese momento volví a encontrarme con la muerte cara a cara, ella vino a visitarme como una ladrona malvada, vino de nuevo a robarme la alegría, la felicidad, el entusiasmo, las ganas de vivir, todo por lo que había trabajado día a día, en un instante, se lo llevó…

Mientras me estaban practicando la cesárea, pasó por mi lado el olor de mi Padre, olor a canela, como una pequeña esperanza, como un “No estás sola Micorra” y en ese momento entendí todas y cada una de sus palabras, esas palabras que me hicieron llorar amargamente aquel sábado 23 de enero. Paré mis pensamientos, mis sentimientos de dolor y ese olor y su presencia, me dieron la fuerza suficiente para decir que me dieran a mi hija y despedirme, abrazarla y aceptar su decisión de no compartir conmigo la vida física.

Mi Hija Rebekah, vino al mundo a las 16:00 horas del ocho de septiembre de dos mil ocho. Me hicieron la cesárea, consciente porque así lo pedí, la tuve entre mis brazos porque así lo pedí y me despedí de ella, la besé, la abracé… la disfruté…y me despedí.

Gracias a esas palabras quince años atrás, fui capaz de entender todo lo que estaba sucediendo, fui capaz de “disfrutar” mi dolor, mi amargura, de ser consciente de cada uno de los segundos que pasé con aquel cuerpecito, preciosamente dormido de un bebé sano. Estuve en silencio todo el tiempo, sin llorar, percibiendo el olor de mi padre y su presencia, aunque no la de mi hija. Pasaron los días y dejamos su cuerpecito junto al de mi padre.

Mi corazón estaba roto, mi alma hecha trocitos tan pequeños, que pensé que jamás sería capaz de poder volver a reconstruirme, a ser una persona entera y completa. Sola, desolada y abatida, no pensé ni por un instante el porqué, o para qué de aquello, simplemente desconecté del mundo.

Pasé mucho tiempo sintiéndome culpable, la verdad es que no sé muy bien porqué y después de varios meses, empecé a investigar, a buscar. Leí libros y libros y libros, pregunté a amigos médicos, seguí leyendo libros, estudiando, realizando terapias y buscando la respuesta. Cayó en mis manos la palabra “Tanatología”, libros de Elisabeth Kúbler-Rose, Sálomon Sellan y comencé mi andadura por la muerte, aunque de otra manera. Empecé a conocerla desde otros ángulos, desde otras perspectivas y empecé a comprenderla, a aceptarla y a “amarla”.

Hoy comprendo y estoy convencida de que la muerte es un renacer, una transformación, tanto para los que deciden pasar al umbral de otra dimensión, como para los que nos quedamos en esta.

Mi hija me hizo comprender que estamos en constante transformación, que la muerte es un paso a otros niveles de consciencia, la muerte de ese ser tan pequeño, me hizo comprender el fallecimiento de mi padre y mi padre, me ayudó a comprender su ausencia, la de mi hija y, abrigar el desapego desde la abundancia del amor.

Comprendí que ella no murió, que todo es eterno, porque algo de ella permanece en mí, como algo de mi padre también permanece en mí y en ella y, en mis hijos que viven y, en todo lo que me rodea, todo cuanto veo y también, todo cuanto no veo.

Pasé por todos las fases del duelo, pasé por sentimientos de tristeza, abatimiento, desolación, negación, incredulidad, insensibilidad, culpabilidad, rabia, ira, enojo, resentimiento, reproches, odio, soledad y un sinfín más, pasaron todos por mi corazón. Lo que la gente me decía me importaba bien poco, estaba enfadada con el mundo, nadie en realidad podía imaginar ni sentir como estaba mi alma, pues ni siquiera yo me sentía. Enfermé, dejé de ser yo, me oculté como una oruga, estuve ausente del mundo durante mucho tiempo, intentando salir, recuperarme, esforzándome en ser alguien que no era.

Lloré todos los días durante un año, lloré y lloré sin consuelo, hasta que un día tomé consciencia de mi capacidad de transcender mi dolor y, empecé a observar la vida de diferente manera. Cambié mi mirada de todo cuanto me rodeaba y decidí elegir buscar, la «BELLEZA QUE SE ENCUENTRA EN CADA INSTANTE», decidí preservar la vida, mi vida. Decidí vivir, me sentí capaz de cambiar mis pensamientos y dirigir mi alma hacia la calma, hacia la belleza que se encuentra oculta en el dolor de la pérdida.

Comprendí, que nada sucede porque sí, que en todas las experiencias que elegimos vivir, se encuentran grandes oportunidades de aprendizaje y trasformación y que estamos capacitados para  transcenderlas y en su compresión, disfrutarlas.

Comprendí y recogí el amor del respeto hacia ese ser que decidió emprender su camino, desde otro lugar y desde ese respeto, honrarlo.

El duelo tiene sus fases y en mayor o menor medida se pasa, depende de cada uno y del nivel de consciencia que tengamos en ese momento. El duelo puede ser más largo o más corto, más doloroso o con más sufrimiento, dependerá en gran medida de lo que elijamos hacer con nuestras emociones y con nuestros sentimientos. Debemos hablar de lo que nos ha ocurrido, debemos vivirlo, “disfrutar” nuestro dolor, ponernos en contacto con el vacío que esa persona nos ha dejado, compartir los momentos con nuestros seres queridos y con quien nos rodea, expresar nuestros sentimientos sin suprimir, sin eludir, sin evadir. Rodearnos de personas que nos sumen en el transcender, sin juicios, sin dramas, sin exageraciones, desde el abrigo y la comprensión, con escucha, con silencio, recogiéndonos y cuidándonos con respeto, atendiéndonos.

Cuando nos encontramos en un proceso de este tipo, tanto si somos quién lo está sufriendo, como si somos los que acompañamos, debemos estar sin juzgar. Permitirnos, aceptarnos y tratarnos de forma amorosa, respetar nuestro proceso de vida y de momento y, elegir ser acompañado desde ese respeto y ese amor.

Estar, sentir, escuchar, permitir, acompañar sin juzgar. Es el momento de sentir, es el momento de la transformación a todos los niveles, porque después de esa experiencia, ya nada vuelve a ser igual que antes. Cuando la muerte te roza, te transforma y todo lo que vivimos, a partir de ese instante, es distinto.

Buscando la «BELLEZA QUE SE ENCUENTRA EN CADA INSTANTE», puedo decir que me permito ser, una persona que ama la vida.

 

Maku Sirera Pérez